Temor a una vida en ruinas sin ti…
Desde que nacemos estamos perdiendo. Perdemos a medida que vamos ganando: desde el momento en que separan la unión con nuestra madre por el corte del cordón umbilical para ganar la toma de aire a través de nuestros pulmones… no dejamos de tener pérdidas. Nos pasamos la vida APRENDIENDO A PERDER. Perdemos a mamá que se va a trabajar: ganamos descubrir interactuando en una guarde; Perdemos amigos que se cambian de cole: damos espacio a otros que están cerca; duelamos al niño que dejo de ser al pisar la adolescencia: ganando descubrir quién quiero ser... Unas pérdidas son pequeñas, y otras son demasiado grandes, pero consciente o inconscientemente vamos atravesando distintos duelos. Aunque la pérdida más común a la que nos referimos al hablar de duelo es la muerte de las personas significativas para nosotros.
La muerte es “la clase de cosas” que les ocurren a otros… hasta que uno escala en su sentir, de ser mero observador a actor protagonista . Algo que hemos contemplado desde afuera ahora sentimos que nos atraviesa y nos raja en canal. Al morir el ser amado nos empapa un sufrimiento insoportable.
La muerte -propia o de las personas significativas- es un temor recurrente en las personas. Muchas veces fantaseado precisamente por lo temido. Un temor ancestral que convive con el ser humano y que en algunos momentos le zarandea haciéndole agarrar la vida y valorar lo que no valora sólo por el miedo de perderla. Y precisamente es eso lo que queda cuando uno pierde a la persona amada: vida. Y esa es una realidad que no es fácil de soportar. La vida continúa su camino…conmigo sin mí; contigo sin ti. Aunque no tengo claro si lo que muere es la vida del fallecido, o la vida de uno.
Perder a la persona que amamos es el dolor más devastador que podemos sentir. Perder ese amor, nos produce un VACÍO DE SENTIDO. La muerte y su nombre, su nombre y su ausencia….sin presencia y sin sentido.
¿Cómo moverte de ahí a otras ubicaciones que den otros sentidos a tu vida? Eso, en caso de conseguirlo, será escalón a escalón. Lo primero que nos queda tras su ausencia es un agujero en lo real que nos succiona a las profundas mazmorras de la tristeza. El duelo es un trabajo de separación. El duelo nos inunda de distintos sentimientos cuya intensidad desborda cualquier intento de dominio o control sobre ellos. De ahí la importancia de encontrar un lugar adecuado en el que depositarlos, identificarlos e intentar resolverlos. Digo intentar resolverlos porque las heridas no pasan a ser cicatrices de inmediato. Pero deben convertirse en cicatrices cerradas. El principio psicológico de Zeigarnik sugiere que una tarea no acabada se recordará hasta que se complete. Y es justo eso lo que ocurre con las heridas abiertas, que no dejan de sangrar el resto de nuestra vida. De ahí la importancia de elaborar los duelos.
Dicen que ante el duelo hay que hacer real la pérdida, identificar y expresar los sentimientos: se cuela el enfado, la culpa, la ansiedad, la impotencia, la soledad…
Dicen que hay que aprender a vivir sin el fallecido, encontrar significado a la pérdida…
Dicen que es importante la reconciliación emocional con el fallecido y dar o tomarse tiempo para elaborar el duelo…
Digo “dicen” porque no he visto una misma evolución en un duelo, no es posible ya que cada persona es única y cada pérdida es personal. Cada persona encauza su sentir desde distintos peldaños. No soy experta titulada en duelos (aunque sí con formación en asesoramiento en duelo) pero como menciona Chiozza, no hay nada como explorar una pérdida significativa en la propia vida para darnos cuenta de la realidad del proceso de duelo. Y en eso fui cualificada “cum laude”.
Recojo las palabras de Freud en Duelo y Melancolía en cuanto a la reacción ante la pérdida de un ser amado y que define como: “un doloroso estado de ánimo, la cesación del interés por el mundo exterior —en cuanto no recuerda a la persona fallecida—, la pérdida de la capacidad para elegir un nuevo objeto de amor —lo que equivaldría a sustituir al desaparecido—, y el apartamiento de toda actividad no conectada con la memoria del ser querido». Queda en el doliente su yo inhibido totalmente y entregado por completo al duelo, sin interés alguno para cualquier otro vínculo con la vida.
Debemos instaurar a esa persona amada en nuestra psique como PERDIDO, Y eso… eso es otro cantar. No estamos preparados para soltarlo…ni tampoco queremos hacerlo.
En primera instancia sufrimos SU AUSENCIA. Dejarnos sentir en ese estado puede llegar a ser el trabajo más doloroso… pero pronto nuestro dolor se intensifica con la intromisión de la culpa. Culpa que nos atraviesa por lo vivido con esa persona, pero también por lo no vivido… por lo no realizado. Nada de lo que estemos viviendo podrá satisfacer lo “no vivido”.
Más allá de las distintas fases que se atraviesan en un duelo, hay algo que sí es común en todas las personas: es el “darse cuenta”. La prueba que impone la realidad de que la persona amada ya no existe es lo que nos empuja a salir (o a permanecer) en duelo. La tarea para la salida sería despojarse de toda ligadura emocional con la persona perdida. Abandonar toda la energía libidinal, todo el sentido puesto en esa persona amada perdida. Recolocar nuestro sentir en definitiva. Pero la resistencia a dicho abandono nos hace permanecer inamovibles en esa ubicación.
La respuesta psíquica que nos permitimos sacar ante la bofetada que nos impone nuestra razón de que nuestra persona amada ya no existe es la negación. Está claro que no todos reaccionamos de igual forma ante la muerte y eso es porque acudimos a nuestros mecanismos defensivos para sobrellevar ese dolor.
Cada muerte y sus circunstancias inundan a la persona de distintos sentimientos. Sentimientos que dependen de quién es el que muere y cómo muere: “No trae los mismos efectos para el doliente una muerte violenta que una muerte natural; que la pérdida del otro por enfermedad implica circunstancias diferentes que la muerte accidental, y que el duelo por una muerte anunciada tiene singularidades con relación al proceso posterior a una muerte súbita” (L. Chiozza ).
Lo que sí será común, es la necesidad de llevar la pérdida, pensar en la pérdida… vivir la perdida.
Cita de Freud a su amigo Binswanger, cuyo hijo había fallecido:
“Encontramos un lugar para lo que perdemos. Aunque sabemos que después de dicha pérdida la fase aguda de duelo se calmará, también sabemos que permaneceremos inconsolables y que nunca encontraremos un sustituto. No importa qué es lo que llena el vacío, incluso si lo llena completamente, siempre hay algo más.”
Esto es lo que dicen, que la pérdida más brutal y que el dolor más insoportable en la vida es perder a un hijo. No creo siquiera que alcance la capacidad empática para vernos en ese espejo. Pero cuando uno solo es hijo y pierde a sus padres, pierde la noción de “ser” porque, ¿para quién vive un niño si no es para sus padres? El hijo queda como superviviente de una catástrofe emocional donde comprende por primera vez que no somos inmortales. Tan sólo queda aprender -a través de las figuras sustitutas- a disipar la culpa, el sentir abandónico y la enorme carencia que tras un omnipotente vacío te acunan cada noche. Los niños aprenden a reflejarse en los espejos de vida que les vamos dotando. Especialmente de aquellas figuras del mismo sexo.
“Cuando los padres mueren algo o mucho de nosotros muere con ellos: ellos guardaban recuerdos de nuestra infancia que nadie más posee. Con ellos éramos de un modo que no podremos volver a ser”. L.Chiozza.
En el mundo de la psicoterapia se suele hablar a menudo de las ansiedades de muerte. El temor a la muerte se deposita allí con toda la naturalidad que fuera de ese encuadre no solemos hallar en ningún otro rincón. Vivir la pérdida de vida como parte natural de ésta, es una tarea pendiente en las inspiraciones de nuestras almas.
Algo muy frecuente que se repite en los trabajos de asesoramiento en duelo es la pregunta: ¿CUÁNDO ha acabado un duelo? W.Worden dice que esa pregunta es como intentar responder «¿Cómo de alto es arriba?». Los profesionales dicen/decimos que un duelo ha acabado cuando la persona es capaz de pensar en el fallecido sin dolor (cuando no tiene la cualidad de sacudida que tenía previamente) o cuando es capaz de invertir sus emociones en la vida y en los vivos. Nos apoyamos en el tiempo para que el proceso de dolor vaya haciendo su transformación. Pero… ¿REALMENTE EL TIEMPO CURA? ¿O NOS ENSEÑA A VIVIR CON EL DOLOR?
Para mí, la respuesta es clara…
Gravemente heridos por la muerte que debemos vivir, nos espera un duelo especialmente difícil, porque de pronto, estremecidos por el impacto de una intuición profunda, comprendemos, de una manera nueva, el doloroso significado de la expresión “nunca más”. L. Chiozza.
Ojalá el tiempo realmente curara… pero no… la vida de ausencias hay que aprender a acertarla y digerirla. Gracias por poner con palabras el remolino de sentimientos.
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Gracias a ti preciosa, por poner palabras al dolor, desde tu dolor.
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Sigo pensando que es una delicia leerte. Muchas gracias
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Mucha gracias Paloma…
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